dulces gotas

Entonces…lo dominó la ira, había perdido parcialmente el dominio de sí mismo. Su cerebro se mantenía totalmente ocupado entre la recolección de impulsos tanto violentos como defensivos, y mandando a las glándulas suprarrenales segregar aquella hormona en su, por así decirlo, ardiente sangre. En ese momento, sólo podía desear vehemente el desgarro total de aquella yugular. Ésta semejaba pálida, tenía la tonalidad de un leve reflejo blanquecino propiciado por los primerizos rayos de sol del día.

A pesar de que los ojos de aquella somnolienta mujer carecían de sustancia cosmética alguna, eran la nítida imagen de alguien a quien no hace falta mirar dos veces para percatarse de su belleza innata. El vehículo de color blanco, recién aparcado en el jardín, fue hasta entonces el transporte más usado en aquella familia; también había sido, hace un rato, objeto de miradas indiscretas por parte de una feliz pareja haciendo footing. El asiduo conductor del automóvil familiar, era el único objeto de atención, en ese momento, de aquella hermosa mujer. Aquellas gotas de líquido que emulaban dulces lágrimas con sabor a miel, la delataban. En su interior se estaba empezando a forjar el deseo de escapar de allí hacia otro lugar; aunque por otro lado, lo que anhelaba, era hacerlo allí mismo. Quizá incitada por el morbo de ver como este hombre troceaba aquellas gruesas y moldeadas carnes, con restos de diversas partes de animales, llamado comúnmente embutido. Él ya estaba lo suficientemente excitado por aquel constante olor que lo había seguido hasta esta cocina, como para pensar en los sentimientos de aquel rabioso y dolido perro. Entonces ella cogió el bol con pedacitos de salchicha troceada y lo echó por la ventana, él abrió la puerta de la cocina que daba al jardín, y el perro malencarado se apresuró a salir a por su dichosa comida. Ya por fin se encontraban solos, y la agitada mano que le pasó él por los muslos a ella, se impregnó con las ligeras gotas que se apresuró a deleitar en su lengua.

Acababa de empezar el espectáculo de cada mañana para aquella pareja de viejos verdes, con carencia sexual, que los observaba todos los días desde la acera; con sus cintas de pelo, sus muñequeras y el sudor que les resbalaba por la frente.

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