Capítulo V
Consideraciones sobre las ideas abstractas y generales
o cómo el arte del raciocinio
se reduce a un lenguaje exacto
Las ideas abstractas y
generales son únicamente denominaciones.
Las
ideas generales, cuya formación hemos explicado ya, forman parte de la idea
total de cada uno de los individuos a los cuales convienen, y por esta razón se
las considera como otras tantas ideas parciales. La idea de hombre, por ejemplo, forma parte de las
ideas totales de Pedro y de Pablo, puesto que la encontramos tanto en el uno
como el otro.
No hay
hombre en general. Esta idea carece de realidad fuera de nosotros; pero la
tiene en nuestra alma, donde existe separadamente de las ideas totales o
individuales de las que forma parte.
Sólo
tiene realidad en el alma, porque la consideramos como separada de cada idea
individual; y, por esta razón, la denominamos abstracta, pues abstracta
sólo significa separada.
Todas
las ideas generales no son más que otras tantas ideas abstractas, y es evidente
que sólo las formamos tomando de cada idea individual aquello que en nuestro
espíritu es común a todas.
Pero, ¿qué
es, en el fondo, la realidad más que una idea general y abstracta que existe en
nuestra alma? Es sólo un nombre; y si es alguna otra cosa, deja inmediatamente de
ser abstracta y general.
Por
ejemplo, cuando yo pienso en hombre,
puedo no considerar esta palabra más que como una denominación común, en cuyo
caso es evidente que mi idea está circunscrita a ese nombre, que no se extiende
más allá, y que, por tanto, sólo es eso mismo.
Si, por
el contrario, pensando en hombre
considero en esta palabra algo más que una denominación, es porque, en efecto,
yo me represento un hombre, y un hombre no podría ser en mi espíritu y en la
Naturaleza el hombre abstracto y general.
Así
pues, las ideas abstractas no son más que denominaciones; si nos empeñásemos en
suponer otra cosa, nos pareceríamos a un obstinado pintor que intentase
tercamente pintar el hombre en general, y que, sin embargo, jamás podría pintar
otra cosa que los individuos.
Por tanto, el arte de
razonar se reduce a un lenguaje exacto.
Esta
observación sobre las ideas abstractas y generales demuestra que su claridad y
precisión dependen tan sólo del orden en que hemos hecho las denominaciones de
las clases; y, por consiguiente, para determinar estas clases de ideas no hay
más que un procedimiento: construir bien el lenguaje. Esto confirma lo que
hemos demostrado ya, esto es, cuán necesarias nos son las palabras, pues si no
tuviésemos denominaciones, no tendríamos ideas abstractas; si no tuviésemos
ideas abstractas, tampoco tendríamos clases ni especies, y, al no tenerlas, no
podríamos raciocinar sobre cosa alguna. Y el hecho de no poder hacerlo sin la
ayuda de estas denominaciones es una nueva prueba de que sólo raciocinamos,
bien o mal, según esté construido nuestro lenguaje. Por tanto, el análisis sólo
nos enseñará a raciocinar más que en cuanto que enseñándonos a determinar las
ideas abstractas y generales, nos enseñe a formar bien nuestro lenguaje, y,
consecuentemente, el arte de raciocinar se reduce al arte de hablar bien.
Hablar,
razonar, hacerse ideas abstractas o generales es, en el fondo, la misma cosa; y
por sencilla que sea la verdad, podría pasar por un descubrimiento. Ciertamente
que no se ha dudado de ello; pero lo parecería por la forma en que se habla y
se razona; por el abuso que se hace encontrar en concebir ideas abstractas los
que encuentran tan pocas dificultades para hablar de ellas. El arte de raciocinar
se reduce a una lengua bien combinada, porque el orden de nuestras ideas no es
más que la subordinación que hay entre los nombres dados a géneros y especies;
y puesto que no tenemos ideas nuevas más que si formamos nuevas clases, es
evidente que no determinaríamos las ideas más que en el caso de que
determinásemos las clases. Entonces razonaríamos bien, porque la analogía nos
guiaría en nuestros juicios tanto como en la comprensión de las palabras.