SÓCRATES Y LA TRAGEDIA
Friedrich
Nietzsche
La
tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros
artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó de manera trágica, mientras que
todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en
efecto, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo
una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos
muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya
elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama
musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue
sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había
perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos
epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como
dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima tan ardiente, del
último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y
poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género
artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya,
pudo, percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero
aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la
tragedia se llama Eurípides, el género artístico posterior es conocido con: el
nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la: figura degenerada de la
tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer. Es conocida la
extraordinaria veneración de que Eurípides disfrutó entre los poetas de la
comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría
ahorcar al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba
teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eurípides posee en común con
Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar,
podemos resumirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el
espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido seres humanos
estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de
los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos
un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en
instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípides irrumpió en el
escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana. El
espejo que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió
más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más transparente
en cierto modo, la máscara se transformó en semimáscara: las formas de la vida
cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente
típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Ésquilo hasta el
carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de
los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico,
bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como
temerario intrigante, en el centro del drama entero. Lo que, en Las
ranas de Aristófanes, Eurípides
cuenta entre sus méritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una
cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo
a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en
el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de
gala de la retórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del
pensamiento. Pero justo aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los
ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto
lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo: mediante él ahora el pueblo
sabe
el arte de servirse de reglas, de
escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender,
de engañar, e amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.
Gracias a
él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides
no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario.
La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas
políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los
maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja
comedia el sátiro borracho o semidiós.
Yo he representado la casa y el patio, donde
nosotros vivimos y tejemos,
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.
Más aún,
Eurípides se jacta de lo siguiente:
Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y di patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y di patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?
De una
masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez
dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia
nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que
esta vez era el coro de los oyentes el que tenía que ser instruido. Tan pronto
como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los
jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las
heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero
Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría
incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la
tragedia. Al abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la
creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal,
sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio,
«en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar también a la
Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto
estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la
mentalidad.
En una
visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a formular contra
Eurípides, como presunto seductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero
acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Ésquilo, esta
conclusión: «¿Qué mal no procede de él?» Pero
cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener
siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a
lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal.
En el modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo
como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su
vida, revélase una vez más el espíritu heroico de los viejos tiempos de
Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en
un semidiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia.
Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto
heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin
embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de
Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No
se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso
su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del
fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.
Eurípides fue un pensador solitario, en modo
alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas,
como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y
como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la
suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una
victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra
la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido
recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el
sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia
del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los
espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima
agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello
que para el poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno
sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente. Muchas cosas
casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un
efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia entre el propósito
poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética
cuya ley capital decía: «todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda
ser comprendido». Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado
ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres
principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con
máxima decisión, el lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan
frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en
comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso
crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí tenemos un
ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta. Sólo que, al oír la palabra «recensionante»,
no es lícito dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles,
impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy decir su
palabra en cuestiones de arte, Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer
las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él: y quien no puede poner, como
lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus
críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa
crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto
de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo..Nada puede ser
más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en
Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe,
se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que
antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es
lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo
calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en
efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el
final? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de
la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva
incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas
grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar
el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor
fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un agujero
en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir
calculando cuál es el sentido que tienen este y aquel personaje, esta y aquella
acción, le resultará imposible sumergirse del todo en 1a pasión y en la
actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica.
En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente
arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se
pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la
comprensión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maestría artística
que enmascara, por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides
creía observar que, durante aquellas primeras escenas, el espectador se hallaba
en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo
que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de
la exposición. Por eso él escribía un prólogo como pro grama y lo hacía
declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él
también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo,
podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con
pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a
Ésquilo en Las ranas de Aristófanes:
¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.
Pero lo
que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus
ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del
pasado. Entre esa mirada épica al pasado y esa mirada épica al futuro están la
realidad y el presente lírico-dramáticos.
Eurípides
es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente
busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero
dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofoc1eos son
mucho más profundos y enteros que sus palabras: propiamente sólo balbucean
acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los diseca: ante
su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Ésquilo que
éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides habrá tenido de él la
opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace conscientemente. Lo
que sabía
de más Sófocles, en comparación con Ésquilo, y de lo que se ufanaba, no era
nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos técnicos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había
sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues
cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el
concepto, la conciencia, la teoría no habían toma, aún la palabra, y que todo
lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técnica. Y así,
también aquello que da, por ejemplo, ese brillo antiguo a Thorwaldsen es que
éste reflexionaba poco y hablaba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría
artística no había penetrado en su conciencia.
En torno a
Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas
modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda
brevedad en el concepto de socratismo. «Todo tiene que ser
consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser
consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático En
la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres,
Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates
le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán
grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la
tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos viejos» solían
pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que
pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía
de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando
se representaba una nueva obra de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo
aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció
un inf1ujo tan determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates. La
frase del dios delfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía
a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el
certamen de la sabiduría.
Es sabido
que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente a la sentencia del
dios. Para ver si es acertada, trata con hombres de Estado, con oradores, con
poetas y con artistas, tratando de descubrir a alguien que sea más sabio que
él. En todas partes encuentra justificada la palabra del dios: ve que los
varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y
encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión, sino que la
ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por instinto», ése es el lema del
socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como en esta
tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del
planteamiento entero del problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no
se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a
otro». Esta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera de
Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de negrísimo enojo,
porque nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates:
pues para esto se habría necesitado además aquello que en modo alguno se
poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la conversación, en la
dialéctica. Visto desde la conciencia germánica infinitamente profundizada, ese
socratismo aparece como un mundo totalmente al revés; pero es de suponer que
también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles
ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuando, en su improductiva
erística, seguía haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación
divina. Los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y
ahora, imagínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan unilateral,
la personalísima energía primordial de un carácter firme, junto a una fealdad
externa fantásticamente atractiva: y se comprenderá que incluso un talento tan
grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la profundidad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más
inevitable a la escarpada vía de un crear artístico consciente. La
decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era una
fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir suficientemente en
conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella
sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría»
indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo
la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una
generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era
núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el
juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga.
El socratismo desprecia el instinto y, con
ello, el arte. Niega la sabiduría cabalmente allí donde está el reino más
propio de ésta. En un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la
sabiduría instintiva, y ello precisamente de una manera muy característica. En
situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba un
firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír.
Cuando esa voz viene, siempre disuade. En este hombre del todo
anormal la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo
consciente, poniendo obstáculos.
También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a un mundo
al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo
inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la
conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se
convierte en un crítico, la conciencia, en un creador.
A un segundo crítico, además de
Eurípides, el desprecio socrático de lo instintivo le incitó también a realizar
una reforma del arte, y, desde luego, una reforma más radical aún. También el
divino Platón fue en este punto víctima del socratismo: él, que en el arte
anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó también «la
sublime y alabadísima» tragedia – así es como él se expresa – entre las artes
lisonjeras, que suelen representar únicamente lo agradable, 1o lisonjero para
la naturaleza sensible, no lo desagradable, pero a la vez útil. Por eso enumera
adrede el arte trágico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una
mente sensata le repugna, dice, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una
mente excitable y sensible ese arte representa una mecha peligrosa: razón
suficiente para desterrar del Estado ideal a los poetas trágicos. En general,
según él, los artistas forman parte de las ampliaciones superfluas del Estado,
junto con las nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros. En Platón
esta condena intencionadamente acre y desconsiderada del arte tiene algo de
patológico: él, que se había elevado a esa concepción sólo por saña contra su
propia carne; él, que, en beneficio del socratismo, había pisoteado con los
pies su naturaleza profundamente artística, revela en la acritud de tales
juicios que la herida más honda de su ser no está cicatrizada aún. La verdadera
facultad creadora del poeta es tratada por Platón casi siempre sólo con ironía,
porque esa facultad no es, dice, una intelección consciente de la esencia de
las cosas, y la equipara al talento de los adivinos e intérpretes de signos. El
poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado entusiasmado e
inconsciente, y ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas «irracionales»
contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el filosófico, y da a entender
con claridad que él es el único que ha alcanzado ese ideal y cuyos diálogos
está permitido leer en el Estado ideal. La esencia de la obra platónica de
arte, el diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo, producida
por la mezcla de todas 1as formas y estilos existentes. Sobre todo, a la nueva
obra de arte no se le debería objetar lo que, según la concepción platónica,
fue el defecto fundamental de 1a antigua: no debería ser imitación de una
imagen aparente, es decir, según el concepto usual: para el diálogo platónico
no debería haber ninguna cosa natural-real que hubiera sido imitada. Así, ese
diálogo se balancea entre todos los géneros artísticos, entre la prosa y la
poesía, la narración, la lírica, el drama, de igual modo que ha infringido la
antigua y rigurosa ley de que la forma lingüístico-estilística sea unitaria. A
una desfiguración mayor aún llevan el socratismo los escritores cínicos: en el
amasijo máximo del estilo, en el fluctuar entre las formas prosaicas y las
métricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el silénico ser extremo de
Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante. A la
vista de los efectos artísticos del socratismo, que llegan muy hondo y que aquí
sólo han sido rozados, quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar
esto al coro:
¡Salud a aquel a quien no le gusta
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacíos
y quimeras abstractas.
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacíos
y quimeras abstractas.
Pero lo
más profundo que contra Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le
aparecía en sueños. Con mucha frecuencia, según cuenta Sócrates en la cárcel a
sus amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo mismo:
«¡Sócrates, cultiva la música!». Pero hasta sus últimos días Sócrates se
tranquilizó con la opinión de que su filosofía era la música suprema.
Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia decídese a
cultivar también aquella música «vulgar». Y realmente puso en verso algunas
fábulas en prosa que le eran conocidas, mas yo no creo que con esos ejercicios métricos
haya aplacado a las musas. En Sócrates se materializó uno de los aspectos de
lo helénico, aquella claridad apolínea,
sin mezcla de nada extraño: él aparece cual un rayo de luz puro, transparente,
como precursor y heraldo de la ciencia, que asimismo debía nacer
en Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen: desde este punto de vista
resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno que fue feo; de
igual manera que en él propiamente todo es simbólico. El es el padre de la lógica,
la cual representa con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es el
aniquilador del drama musical, que había concentrado en sí los rayos de todo el
arte antiguo.
Esto último lo es en un sentido mucho más
profundo aún de lo que hemos podido insinuar hasta ahora. El socratismo es más
antiguo que Sócrates; su influjo disolvente del arte se hace notar ya mucho
antes. El elemento de la dialéctica, peculiar de él, se introdujo furtivamente
en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates, y produjo en su bello
cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su punto de partida en el diálogo.
Como es sabido, el diálogo no estaba originariamente en la tragedia; el diálogo
sólo se desarrolló a partir del momento en que hubo dos actores, es decir,
relativa mente tarde. Ya antes había algo análogo, en el discurso alternante
entre el héroe y el corifeo: pero aquí, sin embargo, dada la subordinación del
uno al otro, la disputa dialéctica resultaba imposible. Mas tan pronto como se
encontraron frente a frente dos actores principales, dotados de iguales
derechos, surgió, de acuerdo con un instinto profundamente helénico, la
rivalidad, y, en verdad, la rivalidad expresada con palabras y argumentos:
mientras que el diálogo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia
griega. Con aquella rivalidad se apeló a un elemento que existía en el pecho
del oyente y que hasta entonces, considerado como hostil al arte y odiado por
las musas, había estado desterrado de los solemnes ámbitos de las artes
dramáticas: la Éride «malvada». La Éride buena imperaba, en efecto, desde
antiguo en todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a tres
poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar. Pero cuando
el remedo de la querella verbal se hubo infiltrado también en la tragedia desde
la sala del juzgado, entonces surgió por vez primera un dualismo en la esencia
y en el efecto del drama musical. A partir de ese momento hubo partes de la
tragedia en que la compasión cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo
chirriante de la dialéctica. No era lícito que el héroe del drama sucumbiese,
y, por tanto, ahora se tenía que hacer de él también un héroe de la palabra.
El proceso, que había tenido su comienzo en la denominada esticomitia, continuó
y se introdujo también en los discursos más largos de los actores principales.
Poco a poco todos los personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad
y transparencia, que realmente al leer una tragedia sofoclea obtenemos una
impresión de conjunto desconcertante. Para nosotros es como si todas esas
figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa de una superfetación
de lo 1ógico. Basta con hacer una comparación con el modo tan distinto como
dialectizan los héroes de Shakespeare: todo el pensar, suponer e inferir de
éstos se halla envuelto en una cierta belleza e interiorización musicales,
mientras que en la tragedia griega tardía domina un dualismo de estilo que da
mucho que pensar; por un lado, el poder de la música, por otro, el de la
dialéctica. Esta última va destacándose cada vez más, hasta que es ella la que
dice la palabra decisiva en la estructura del drama entero. El proceso termina
en la pieza de intriga: sólo con ella queda completamente superado aquel
dualismo, a consecuencia de la aniquilación total de uno de los rivales, la
música.
En este
punto es muy significativo que este proceso finalice en la comedia, habiendo
comenzado, sin embargo, en la tragedia. La tragedia, surgida de la profunda
fuente de la compasión, es pesimista
por esencia. La existencia es en ella algo muy horrible, el ser humano, algo
muy insensato. El héroe de la tragedia no se evidencia, como cree la estética
moderna, en la lucha con el destino, tampoco sufre lo que merece. Antes bien,
se precipita a su desgracia ciego y con la cabeza tapada: y el desconsolado
pero noble gesto con que se detiene ante ese mundo de espanto que acaba de
conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica, por el
contrario, es optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el
efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y
felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen que no dejar resto: ella
niega todo lo que no pueda analizar de manera conceptual. La dialéctica alcanza
continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta de júbilo para ella, la
claridad y la conciencia son el único aire en que puede respirar. Cuando este
elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre noche y día,
música y matemática. El héroe que tiene que defender sus acciones con
argumentos y contraargumentos corre peligro de perder nuestra compasión; pues
la desgracia que, a pesar de todo, le alcanza luego, lo único que demuestra
precisamente es que, en algún lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero
una desgracia provocada por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de
comedia. Cuando el placer por la dialéctica hubo disuelto la tragedia, surgió
la comedia nueva con su triunfo constante de la astucia y del ardid.
La
conciencia socrática y su optimista creencia en la unión necesaria entre virtud
y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en un gran número de piezas
euripideas, el efecto de que, en la conclusión, se abra una perspectiva hacia
una existencia ulterior muy agradable, casi siempre con un matrimonio. Tan pronto como aparece el
dios de la máquina, advertimos que quien se esconde detrás de la máscara es
Sócrates, el cual intenta equilibrar en su balanza la felicidad y la virtud.
Todo el mundo conoce las tesis socráticas «La virtud es el saber: se peca
únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz». En estas tres formas
básicas del optimismo está la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho
antes de Eurípides esas concepciones trabajaron ya en disolver la
tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe virtuoso tiene que ser un
dialéctico. Dada la extraordinaria superficialidad e indigencia del pensamiento
ético, que no está nada desarrollado, con demasiada frecuencia el héroe que
dialectiza éticamente aparece como un heraldo de la trivialidad y del
filisteísmo éticos. Lo único que necesitamos es tener el valor de confesarnos
esto, necesitamos confesar, para no decir nada de Eurípides, que también a las
figuras más bellas de la tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un
Edipo, se les ocurren a veces ideas triviales completamente insoportables, que
en general loa caracteres dramáticos son más bellos y grandiosos que su
manifestación en palabras. Desde este punto de vista nuestro juicio sobre la
tragedia esquilea temprana tiene que ser mucho más favorable: pues Ésquilo creó
sus mejores obras también de manera inconsciente. En el lenguaje y en el dibujo
de los caracteres de Shakespeare tenemos el inalterable punto de apoyo para
tales comparaciones. En Shakespeare se puede encontrar una sabiduría ética
tal que, frente a ella, el socratismo
aparece como algo impertinente y sabihondo.
Intencionadamente
en mi última conferencia hablé muy poco sobre los límites de la música en el
drama musical griego: en el contexto de estos análisis resultará comprensible que yo haya dicho que los
límites de la música en el drama musical son los puntos de peligro en que
comenzó su proceso de disgregación. La tragedia pereció a causa de una
dialéctica y una ética optimistas: esto equivale a decir: el drama musical
pereció a causa de una falta de música. El socratismo infiltrado en la tragedia
impidió que la música se fundiese con el diálogo, o monó1ogo: aunque, en la
tragedia esquilea, aquélla había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra
consecuencia fue que la música, cada vez más restringida, metida dentro de unas
fronteras cada vez más estrechas, no se sentía ya en la tragedia como en su
casa, sino que, se desarrolló de manera más libre y audaz fuera de la, misma,
como arte absoluto. Es ridículo hacer aparecer: un espíritu durante un
almuerzo: es ridículo pedir a una musa tan misteriosa, de un entusiasmo tan
serio, como es la musa de la música trágica, que cante en una sala de juzgado,
en las pausas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un
sentimiento de esa ridiculez, la música enmudeció en la tragedia, asustada, por
así decirlo, de su inaudita profanación; cada vez menos veces se atrevía a
alzar su voz, y finalmente se embarulla, canta cosas
que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente de los ámbitos del
teatro. Para decirlo con toda franqueza: 1a floración y el punto culminante del
drama musical griego es Ésquilo en su primer gran período, antes de haber sido
influido por Sófocles: con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por
fin Eurípides, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca
el final con una rapidez tempestuosa.
Este
juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la actualidad: en
verdad, en favor de él se puede hacer valer nada menos que el testimonio de
Aristófanes, que tiene, como ningún otro genio, una afinidad electiva con
Ésquilo. Pero lo igual es conocido sólo por lo igual. Para concluir, una sola
pregunta. ¿Está realmente muerto el drama musical, muerto para todos los
tiempos? ¿No le será lícito realmente al germano poner al lado de aquella obra
artística desaparecida del pasado, nada más que la «gran ópera», de manera
parecida a como, junto a Hércules, suele aparecer el mono? Esta es la, pregunta
más seria de nuestro arte: y quien no comprenda como germano la seriedad de esa
pregunta, es víctima del socratismo de nuestros días, el cual, desde luego, ni
es capaz de producir mártires, ni había el lenguaje de «el más sabio de los
helenos», quien, ciertamente no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe
nada. La prensa de hoy es ese socratismo: no digo una palabra más.
(Revisados ciertos errores)
No hay comentarios:
Publicar un comentario