Algunos pasajes del Libro I
de Emilio o la educación de
Jean Jacques Rousseau.
El niño grita así que nace, y su primera infancia se va toda
en llantos. Para acallarle, unas veces le arrullan y le alagan otras le ponen
silencio con amenazas y golpes. O hacemos lo que él quiere, o exigimos de él lo
que queremos; o nos sujetamos a sus antojos, o le sujetamos los nuestros, no hay término medio; o ha de
dictar leyes, o ha de obedecerlas. De esta suerte son sus ideas primeras las de
imperio y servidumbre. Antes de saber hablar, ya manda; antes de poder obrar,
ya obedece; y a veces le castigan antes que pueda conocer sus yerros, o por
mejor decir, antes que los pueda cometer.
Cuando un padre engendra y mantiene a sus hijos, no hace más que el tercio de sus
funciones. ´debe a su especie hombres; debe a la sociedad hombres sociales; y
debe ciudadanos al Estado. Todo hombre que puede satisfacer esta triple deuda y
no lo hace, es culpado, y más culpado acaso cuando la paga a medias. Ningún
derecho tiene para ser padre quien no puede desempeñar las funciones de tal. No
hay pobreza, trabajos, ni respetos humanos que le dispensen de mantener a sus
hijos y educarlos por sí mismo. Puedes creerme, lector; a cualquiera que tenga
entrañas y desatienda tan sacrosantos deberes, le pronostico que derramará
largo tiempo amargas lágrimas sobre su yerro, y que nunca encontrará consuelo.
Nacemos idóneos para aprender, pero sin saber nada, ni
conocer nada. Ni siquiera la conciencia de su existencia propia tiene el alma
encadenada en imperfectos y no bien formados órganos. Efectos son meramente
mecánicos, privados de inteligencia y voluntad los gritos del niño recién nacido.
Supongamos que tuviera ya el niño, cuando nace, la fuerza y
la estatura de un adulto; que saliera, por decirlo así, armado de punta en
blanco del seno de su madre, como salió Palas del cerebro de Júpiter; sería
este hombre-niño imbécil acabado, máquina, estatua innoble y casi insensible;
nada vería, nada oiría, a nadie conocería no sabría volver los ojos fuera de
él, más tampoco referiría ninguno al órgano del sentido que se le hiciera
distinguir; ni estarían los colores en sus ojos, ni estarían los sonidos en sus
oídos; no estarían sobre su cuerpo los cuerpos que tocase, ni sabría siquiera que tenía uno;
estaría en su cerebro el contacto de sus manos; se reunirían en un solo punto
todas sus sensaciones, sólo en el yo;
a ésta referiría todas sus sensaciones ; y esta idea o por mejor decir, este
modo de sentir, sería la única cosa en que de cualquier otro niño se
diferenciase.
Los primeros llantos de los niños son ruegos, peor si nos
descuidamos, luego se convierten en órdenes,
empiezan haciéndose asistir, y acaban haciendo que los sirvan. De esta
suerte, de su flaqueza propia, de donde
nace primero la conciencia de su dependencia, se origina luego la idea de
imperio y dominación; peor como esta idea menos la excitan sus necesidades que
nuestros servicios, ya empiezan aquí a hacerse distinguir los efectos morales,
cuya inmediata causa no se halla en la naturaleza; y por tanto se ve que ya,
desde esta edad primera, importa reconocer la secreta intención que el ademán o
el grito ha dictado.
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