El caminante y su sombra - Nietzsche

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El hombre, comediante del mundo. Habría que ser más astuto de lo que es el hombre para disfrutar a fondo del chiste que supone que el hombre se considere el fin de todo el universo y de que la humanidad declare seriamente que sólo se contenta con la perspectiva de una misión universal. Si el mundo fue creado por un Dios, ese Dios ha creado al hombre para ser su mono, como una diversión permanente para esa eternidad suya tan excesivamente larga. La armonía de las esferas alrededor de la Tierra sería la carcajada del resto de las criaturas que rodean al hombre. El dolor le sirve a ese ser inmortal que se aburre para hacer cosquillas a su animal favorito, para disfrutar con sus actitudes trágicas y orgullosas, y con las interpretaciones que da a sus sufrimientos, y sobre todo para la invención intelectual de la más vana de las criaturas, por ser el inventor. Porque el que inventó al hombre para reírse de él, tenía más ingenio que él, y también disfrutaba más de su agudeza. Incluso hoy, que nuestra vanidad tiene la voluntad de humillarse, nos juega una mala pasada: nos hace creer que los hombres seríamos, al menos en lo que a esa vanidad se refiere, algo incomparablemente milagroso. ¡Nosotros, únicos en el mundo! ¡Qué cosa tan inverosímil! Los astrónomos, que con frecuencia ven un horizonte alejado de la tierra, explican que la gota que representa la vida en el mundo no tiene la menor importancia ante la totalidad del inmenso océano del devenir y del perecer, que hay numerosos astros, de los que nada sabemos, con características similares a la Tierra para generar la vida, aunque en realidad, sólo son un puñado pequeño en comparación con el infinito número de planetas en los que no se dio el primer impulso de la vida o que se han curado de él hace mucho tiempo, que el tiempo que duró el impulso de la vida en cada uno de esos astros, comparado con la duración de su existencia, ha sido un instante, un relámpago seguido de largos espacios de tiempo, y que, en consecuencia, la vida no es el objetivo ni el fin último de la existencia del universo. La hormiga en el bosque quizá también se cree el objetivo y el fin del bosque, así como nosotros en nuestra imaginación creemos que la destrucción de la humanidad supone el fin de la Tierra. Y somos modestos cuando nos detenemos allí y no imaginamos un ocaso general del mundo y de los dioses para celebrar solemnemente los funerales del último mortal. El astrónomo más desprejuiciado sólo puede imaginar una Tierra sin vida como el sepulcro iluminado y flotante de la humanidad.

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¿Tienen derecho a castigar los defensores de la doctrina del libre albedrío?Quienes, por su profesión, juzgan y castigan, tratan de determinar en cada caso concreto si el criminal es responsable de su acción, si ha podido servirse de la razón, si ha obrado por motivos, y no inconscientemente o forzado a ello. Si se le castiga, es por haber preferido las razones malas a las buenas, que debía conocer. Cuando falta este conocimiento, según las ideas imperantes, el hombre no es libre, y, por consiguiente, no es responsable, a menos que su ignorancia su desconocimiento de la ley, por ejemplo sea consecuencia de un descuido intencionado, en cuyo caso, al no haber querido enterarse de cuál era su deber y preferir las malas razones a las buenas, ha de sufrir ahora las consecuencias de su elección. Por el contrario, si no ha sabido elegir por imbecilidad o estupidez, no se le puede castigar. Entonces se dice que no poseía el discernimiento requerido, que obró como un animal. La negación intencionada de la razón mejor constituye la condición exigida para que un criminal sea merecedor del castigo. Ahora bien, ¿es posible que un individuo sea intencionadamente más irracional de lo que debe ser? ¿Qué le decide a obrar cuando en los platillos de la balanza figuran motivos buenos y motivos malos? No pueden obligarle ni el error, ni la ceguera, ni una coacción interna o externa. (Por otro lado, hay que pensar que la llamada «coacción externa» no es sino la «coacción interna» del miedo o del dolor). ¿Qué es, entonces?, cabe preguntar. No puede ser la razón la causa que le impulse a obrar, porque ésta no podría decidir en contra de los mejores motivos. Aquí es donde se recurre al concepto de «libre albedrío»: cuando no actúa ningún motivo y el acto se realiza como un milagro, saliendo de la nada, quien interviene es el puro capricho. Se castiga esta pretendida discreción en un caso en que no debe imperar el capricho, considerándose que la razón que conoce la ley, la prohibición y el precepto no habría podido dejar elegir y habría actuado como coacción y fuerza superior. Por consiguiente, se castiga al criminal porque obra sin razón, cuando debería haber actuado de acuerdo con razones. Ahora bien ¿por qué ha obrado así? Ésta es precisamente la pregunta que no nos es lícito hacer: su acción carece de un «por qué», de un motivo, de un origen: es algo sin objeto ni razón. Sin embargo, de acuerdo con las condiciones de penalidad expuestas antes, ¡no debería haber tampoco derecho a castigar semejante acto! De este modo, no podemos hacer valer esta forma de penalidad, porque es como si no se hubiese hecho uso de la razón, ya que, en cualquier caso, la omisión se ha hecho inintencionadamente y sólo son punibles las omisiones intencionadas de los principios establecidos. A decir verdad, el criminal ha preferido las malas razones a las buenas, pero sin motivo ni intención; no ha utilizado su razón. La hipótesis relativa al criminal que merece ser castigado, según la cual éste ha rechazado su razón inintencionadamente, queda eliminada si aceptamos el concepto de «libre albedrío». ¡Defensores de la teoría del «libre albedrío»!, no tenéis derecho a castigar porque os lo prohíben vuestros propios principios. Pero tales principios no son más que un conjunto de ideas mitológicas muy singulares y la gallina que los ha empollado estaba muy lejos de la realidad cuando ponía sus huevos.

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Para juzgar al criminal y a su juez. El criminal que conoce toda la concatenación de las circunstancias, a diferencia de su juez y censor, no considera que su acto esté fuera del orden y de la comprensión: sin embargo, su castigo viene determinado por el grado de asombro o extrañeza que se apodera de dichos jueces ante eso que les resulta tan incomprensible como es el acto del criminal. Cuando el abogado defensor de un criminal conoce suficientemente el caso y su génesis, las circunstancias atenuantes que va presentando, una tras otra, terminan borrando necesariamente toda la falta. O, por decirlo con mayor exactitud, el defensor atenuará, grado a grado, el asombro y la extrañeza que inducen a condenar y a infligir el castigo, y acabará eliminándolos totalmente y forzando a todo el que le escuche con imparcialidad a decirse interiormente: «Ha tenido que obrar como lo ha hecho: castigarle supondría castigar a la eterna fatalidad». ¿No se opone a toda equidad medir el grado de castigo por el grado de conocimiento que se tiene o se puede tener de la historia de un crimen?

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