Cuán infante era
cuando se leyó ella sola las fábulas de Esopo. Le tentó como a algunos el mito de
la Ilíada de Homero y abstrajo batallas épicas entre dioses y titanes con la
Teogonía de Hesíodo. Pudo alertar a la gente como un perro, como el mismo
Diógenes de Sinope, el Cínico, pero no lo hizo. Casi llegó a abandonarlo, maldecirlo
todo y refugiarse en una cueva sobreviviendo de las raíces tal y como lo hizo el misántropo Timón de Atenas de Shakespeare. Impresionó al mismo Nietzsche, homónima de Zarathustra cuando se halló en la cima de aquella montaña durante diez años, como lo hizo el Manfred de Lord
Byron al experimentar aquella absoluta soledad. Bromeó e ironizó con todos como
lo solía hacer Alcibíades más cuando se ponía seria. Dialogó como el mismo
Sócrates, aprendió de él y filosofó como Platón y Aristóteles. Hacía también
acto de presencia como un escolástico en pleno medievo, como un Spinoza o el
mismo Leibniz. Percibió el bien a través de la sabiduría y el dominio del alma
como un estoico, como el mismo Zenón o, si lo deseas, como el gran Séneca. Fue
una dogmática a veces, sí, pero también alcanzó a entender como Kant que, ésta era la posición que cultiva la metafísica
sin haber examinado antes la capacidad de la razón humana para el cultivo;
deteniéndose con buen criticismo en la semiótica, dejando entrever cierto
escepticismo después, a lo sumo, como Pirrón. Tal era el trato que pudo mantener con el mismo Diablo como el bueno del Fausto de Goethe.
Yo, como buen personaje quijotesco, la amo.
Yo, como buen personaje quijotesco, la amo.
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