Fausto - Johann Wolfgang von Goethe



PROLOGO EN EL CIELO

El Señor, las cohortes celestes, MEFISTÓFELES

Los tres arcángeles se adelantan

Rafael. –El sol, según su antigua costumbre, toma parte en el alternado canto de las esferas, y su prescrita carrera se termina con el retumbo del trueno. Su mirada da fuerza a los ángeles, aun cuando ninguno pueda comprenderla; las obras sublimes inabarcables son bellas como el primer día.

Gabriel. –Y ved con qué invencible rapidez gira la magnificencia de la tierra en su derredor, y cómo el resplandor del paraíso se convierte en noche profunda y tenebrosa. El espumoso mar se enfurece en toda su extensión, y hasta en el profundo lecho de las rocas, y peñas y mar son arrastrados en la carrera eternamente rápida de las esferas.

Miguel. –Y las tempestades rugen a cuál más, del mar a la orilla, de la orilla al mar; y, en su furia, forman una cadena impetuosa en todo aquel vasto círculo. La desolación flamígera precede al resplandor del rayo; y, sin embargo, tus mensajeros, Señor, adoran el curso tranquilo de tu día.

Los tres. –Tu mirada da a los ángeles la fuerza, aun cuando ninguno de ellos pueda comprenderla; y todas las obras sublimes son esplendentes como en el primer día.

Mefistófeles. –Maestro, ya que vuelves a acercarte una vez, y preguntas qué es lo que acontece entre vosotros, tal como acostumbrabas verme en otro tiempo, me ves aun en medio de los tuyos. Perdóname; no sé hilvanar grandes frases, aunque me exponga la gritería del séquito, de modo que no dudo excitaría mi jerigonza tu risa sino hubieses perdido la costumbre de reírte. Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no veo más que una cosa: la miseria de los hombres. El pequeño dios del mundo es siempre del mismo temple y, en verdad, tan curioso como en el primer día. Viviría un poco mejor si no le hubieses dado tú el reflejo de la luz celeste, a la que da el nombre de Razón, y sólo le sirve para ser más bestial que la bestia. Me parece, no se ofenda vuestra Gracia, una de esas langostas de prolongadas patas, que siempre vuelan y saltan al volar, sin que por ello dejen de entonar más ni menos su antigua canción en la hierba. ¡Si aun le fuese dado permanecer siempre en la hierba! ¡Pero no, le es preciso meter la nariz en todas partes!

El Señor. –¿Nada más tienes que decirme? ¿Por qué has de venir siempre a quejarte? ¿No habrá nunca para ti nada bueno en la tierra?

Mefistófeles. –No, Maestro; francamente, todo allí abajo lo encuentro malo. Los hombres excitan mi piedad en sus días de miseria; pobres diablos, me afectan de mal modo, que ni valor tengo para atormentarlos.

El Señor. –¿Conoces a Fausto?

Mefistófeles. –¿El doctor?

El Señor. –Mi siervo.

Mefistófeles. –¡Ya! ¡Es preciso confesar que os sirve de un modo extraño! ¡Pobre loco!, ¡no sabe alimentarse de cosas terrenas! La angustia que le devora le empuja hacia los espacios y conoce a medias su demencia; quiere las estrellas más hermosas del cielo, le halaga toda sublime voluptuosidad de la tierra, y, de lejos ni de cerca, nada podría satisfacer las insaciables aspiraciones de su pecho.

El Señor. –Si me sirve hoy en el tumulto quiero en breve conducirle a la luz. Bien sabe el jardinero cuándo verdea el arbusto que ha de producir más tarde flor y fruto.

Mefistófeles. –Apostemos a que lo perdemos aún si me permitís atraerle paulatinamente a mi camino.

El Señor. –Tendrás ese derecho sobre él mientras permanezca en la tierra. El hombre sólo se extravía mientras está buscando su objeto.

Mefistófeles. –Os lo agradezco; porque respecto de los muertos nunca he tenido mucho que hacer; siempre he preferido las rosadas mejillas; hago con los cadáveres lo que el gato con el ratón.

El Señor. –Pues bien, te lo entrego. Aparta a aquel espíritu de su manantial, y arrástrale, si puedes apoderarte de él, por tu pendiente; pero confiésate vencido y humillado si has de reconocer que un hombre bueno, en medio de las tinieblas de su conciencia, se ha acordado del recto camino.

Mefistófeles. –Muy bien; ¡qué lástima que todo esto deba durar tan poco! No me da mi apuesta ningún cuidado. Si alcanzo mi objeto me concederéis plena victoria. Quiero que llegue a morder el polvo con delicia, como mi tía, la famosa serpiente.

El Señor. –Puedes entregarte audazmente a todos tus proyectos; nunca he odiado a tus semejantes; cuanto más niegan menor es el cuidado que me dan los espíritus. La actividad del hombre fácilmente se calma por no tardar en entregarse al encanto de un reposo absoluto. Por esto quiero darle un compañero que lo aguijonee y le impulse a obrar. ¡Vosotros, empero, puros hijos de Dios, glorificaos en los resplandores de la inmortal belleza; que la sustancia eterna y activa os circunde con suaves lazos de amor; que vuestro pensamiento fijo y perseverante dé forma a las apariciones inabarcables que están flotando!

(Los cielos se cierran; los arcángeles se dispersan.)
Mefistófeles, a solas. –Grande es el placer que siento al ver de cuando en cuando a mi antiguo padre; por esto me guardo muy bien de romper con él. ¡Tan gran señor hablar tan benignamente con el diablo!, ¡qué hermoso cuadro!

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