PROLOGO EN EL CIELO
El Señor, las cohortes
celestes, MEFISTÓFELES
Los tres arcángeles se adelantan
Rafael. –El
sol, según su antigua costumbre, toma parte en el alternado canto de las
esferas, y su prescrita carrera se termina con el retumbo del trueno. Su mirada
da fuerza a los ángeles, aun cuando ninguno pueda comprenderla; las obras
sublimes inabarcables son bellas como el primer día.
Gabriel. –Y ved
con qué invencible rapidez gira la magnificencia de la tierra en su derredor, y
cómo el resplandor del paraíso se convierte en noche profunda y tenebrosa. El
espumoso mar se enfurece en toda su extensión, y hasta en el profundo lecho de
las rocas, y peñas y mar son arrastrados en la carrera eternamente rápida de
las esferas.
Miguel. –Y las
tempestades rugen a cuál más, del mar a la orilla, de la orilla al mar; y, en
su furia, forman una cadena impetuosa en todo aquel vasto círculo. La
desolación flamígera precede al resplandor del rayo; y, sin embargo, tus
mensajeros, Señor, adoran el curso tranquilo de tu día.
Los tres. –Tu
mirada da a los ángeles la fuerza, aun cuando ninguno de ellos pueda
comprenderla; y todas las obras sublimes son esplendentes como en el primer
día.
Mefistófeles. –Maestro, ya que vuelves a
acercarte una vez, y preguntas qué es lo que acontece entre vosotros, tal como
acostumbrabas verme en otro tiempo, me ves aun en medio de los tuyos.
Perdóname; no sé hilvanar grandes frases, aunque me exponga la gritería del
séquito, de modo que no dudo excitaría mi jerigonza tu risa sino hubieses
perdido la costumbre de reírte. Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no
veo más que una cosa: la miseria de los hombres. El pequeño dios del mundo es
siempre del mismo temple y, en verdad, tan curioso como en el primer día.
Viviría un poco mejor si no le hubieses dado tú el reflejo de la luz celeste, a
la que da el nombre de Razón, y sólo le sirve para ser más bestial que la
bestia. Me parece, no se ofenda vuestra Gracia, una de esas langostas de
prolongadas patas, que siempre vuelan y saltan al volar, sin que por ello dejen
de entonar más ni menos su antigua canción en la hierba. ¡Si aun le fuese dado
permanecer siempre en la hierba! ¡Pero no, le es preciso meter la nariz en
todas partes!
El Señor. –¿Nada
más tienes que decirme? ¿Por qué has de venir siempre a quejarte? ¿No habrá
nunca para ti nada bueno en la tierra?
Mefistófeles. –No,
Maestro; francamente, todo allí abajo lo encuentro malo. Los hombres excitan mi
piedad en sus días de miseria; pobres diablos, me afectan de mal modo, que ni
valor tengo para atormentarlos.
El Señor. –¿Conoces
a Fausto?
Mefistófeles. –¿El
doctor?
El Señor. –Mi
siervo.
Mefistófeles. –¡Ya!
¡Es preciso confesar que os sirve de un modo extraño! ¡Pobre loco!, ¡no sabe
alimentarse de cosas terrenas! La angustia que le devora le empuja hacia los
espacios y conoce a medias su demencia; quiere las estrellas más hermosas del
cielo, le halaga toda sublime voluptuosidad de la tierra, y, de lejos ni de
cerca, nada podría satisfacer las insaciables aspiraciones de su pecho.
El Señor. –Si me
sirve hoy en el tumulto quiero en breve conducirle a la luz. Bien sabe el
jardinero cuándo verdea el arbusto que ha de producir más tarde flor y fruto.
Mefistófeles. –Apostemos
a que lo perdemos aún si me permitís atraerle paulatinamente a mi camino.
El Señor. –Tendrás
ese derecho sobre él mientras permanezca en la tierra. El hombre sólo se
extravía mientras está buscando su objeto.
Mefistófeles. –Os lo
agradezco; porque respecto de los muertos nunca he tenido mucho que hacer;
siempre he preferido las rosadas mejillas; hago con los cadáveres lo que el
gato con el ratón.
El Señor. –Pues
bien, te lo entrego. Aparta a aquel espíritu de su manantial, y arrástrale, si
puedes apoderarte de él, por tu pendiente; pero confiésate vencido y humillado
si has de reconocer que un hombre bueno, en medio de las tinieblas de su
conciencia, se ha acordado del recto camino.
Mefistófeles. –Muy
bien; ¡qué lástima que todo esto deba durar tan poco! No me da mi apuesta
ningún cuidado. Si alcanzo mi objeto me concederéis plena victoria. Quiero que
llegue a morder el polvo con delicia, como mi tía, la famosa serpiente.
El Señor. –Puedes
entregarte audazmente a todos tus proyectos; nunca he odiado a tus semejantes;
cuanto más niegan menor es el cuidado que me dan los espíritus. La actividad del
hombre fácilmente se calma por no tardar en entregarse al encanto de un reposo
absoluto. Por esto quiero darle un compañero que lo aguijonee y le impulse a
obrar. ¡Vosotros, empero, puros hijos de Dios, glorificaos en los resplandores
de la inmortal belleza; que la sustancia eterna y activa os circunde con suaves
lazos de amor; que vuestro pensamiento fijo y perseverante dé forma a las
apariciones inabarcables que están flotando!
(Los cielos se cierran; los arcángeles se dispersan.)
Mefistófeles, a
solas. –Grande es el placer que siento al ver de cuando en
cuando a mi antiguo padre; por esto me guardo muy bien de romper con él. ¡Tan
gran señor hablar tan benignamente con el diablo!, ¡qué hermoso cuadro!