Fragmento de 'Un mundo feliz'. (XVI)

...

La oratoria de Mustafá Mond rayaba casi tan alto como los modelos sintéticos.

—No comprendo por qué los tienen —dijo el Salvaje— pudiendo producir lo que se quiera en los envases. ¿Por qué no hacen ustedes en cada uno un Alfa-Más-Doble, si se puede lograr? Mustafá Mond se echó a reír.

—Porque no tenemos malditas ganas de hacernos retorcer el pescuezo —respondió—. Nosotros creemos en la felicidad y en la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría evitar el ser inestable y desgraciada. Imagine una fábrica donde todos fuesen Alfas, es decir, individuos diferenciados y sin parentesco, de buena herencia y acondicionados para ser capaces (con ciertas limitaciones) de escoger libremente y asumir responsabilidades. ¡Imagínela! —repitió.

El Salvaje trató de imaginársela, mas no con muy buen éxito.

—Es absurdo. Un hombre decantado para Alfa, acondicionado para Alfa se volvería loco si tuviese que hacer el trabajo de un Épsilon semienano, se volvería loco o se pondría a destruirlo todo. Los Alfas puede ser completamente socializados, pero sólo a condición de que trabajen como Alfas. Sólo a un Épsilon se le pueden pedir sacrificio de Épsilon, por la sencilla razón de que no son sacrificios de para él; es la línea de menor resistencia. Su acondicionamiento ha tendido a los rieles por donde él ha de rodar. No puede impedirlo está predestinado. Aún después de la decantación, está siempre en el envase, de un invisible envase de infantiles y embrionarias restricciones. Cada uno de nosotros, desde luego —continuó pensativamente el Inspector— cruza su vida dentro de un envase. Pero si somos Alfas, nuestros envases son, relativamente hablando, enormes. Y sufriríamos intensamente si nos viésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede echar el champaña artificial de las castas superiores en las botellas de la casta inferior. Es teóricamente, evidente. Pero ha sido demostrado también en la práctica. El resultado del experimento de Chipre, fue convincente.

—¿Qué fue eso?

Mustafá Mond sonrió:

—Bien, puede llamarse un experimento de reenvasación, si gustáis. Acaeció en el año 473 de N. F. Los inspectores hicieron evacuar la isla de Chipre por todos sus habitantes, y la recolonizaron con una hornada de veintidós mil Alfas preparada especialmente. Se les entregó maquinaria industrial y agrícola, se les dejó gobernarse por sí solos. El resultado cumplió exactamente todas las predicciones teóricas. Las tierras no se cultivaron bien; hubo huelgas en todas las fábricas; las leyes eran menospreciadas, las órdenes se desobedecían; todas las gentes destinadas a efectuar un trabajo de orden inferior estaban constantemente intrigando para conseguir otro mejor, y todos los empleados en los trabajos superiores contraintrigaban para mantenerse a toda costa donde estaban. En menos de seis años tenían una guerra civil de primer orden. Cuando murieron diecinueve de los veintidós mil, los sobrevivientes pidieron unánimes a los Inspectores Mundiales reasumiesen el gobierno de la isla. Así lo hicieron. Y tal fue el fin de la única sociedad de Alfas que ha habido en el mundo.

El Salvaje suspiró profundamente.

—La población óptima —dijo Mustafá Mond—, es como el iceberg: ocho novenos bajo el agua y uno encima.

—¿Y son felices bajo el agua?

—Más felices que encima. Más felices que sus amigos por ejemplo —y los señaló con el índice.

—¿A pesar de su odioso trabajo?

—¿Odioso? No lo creen así ellos. Al contrario, les gusta. Es leve y de una simplicidad infantil.

No agota la mente ni los músculos. Siete horas y media de un trabajo leve y muy llevadero, y luego la ración de soma y deportes y copulación sin tabas y el cine sensible. ¿Qué más pueden pedir? Cierto —agregó— que podrían pedir menos horas. Y desde luego podríamos concedérselas. Técnicamente, sería sencillísimo reducir el trabajo de las castas inferiores a tres o cuatro horas al día. Pero, ¿serían más felices por ello? De ningún modo. Ya se hizo el experimento, hace más de siglo y medio. Irlanda entera se organizó a base de cuatro horas al día. ¿Cuál fue el resultado? Revueltas y un aumento en el consumo de soma nada más. Esas tres horas y media suplementarias de ocio estaban tan lejos de ser un manantial de dicha, que las gentes se veían obligadas a procurarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos rebosaba de planos de procedimientos para economizar trabajos a millares… —Mustafá Mond hizo un amplio ademán—. Y ¿por qué no lo realizamos? Por el bien de los trabajadores; sería pura crueldad el afligirles con un excesivo ocio. Lo mismo ocurre con la agricultura. Podríamos producir por síntesis hasta el último bocado de nuestros alimentos, si quisiéramos. Pero no hacemos tal. Preferimos que la población se dedique a los trabajos de la tierra. Y esto en su propio beneficio: sólo porque cuesta más tiempo obtener el alimento de la tierra que de una fábrica. Además, hemos de pensar en nuestra estabilidad. No queremos cambiar. Cada cambio es una amenaza a la estabilidad. Esta es otra razón por la que estamos tan poco inclinados a aplicar invenciones nuevas. Cada descubrimiento de ciencia pura es potencialmente subversivo; hasta la ciencia ha de ser tratada como un posible enemigo. Sí, hasta la ciencia.

¿La ciencia? El Salvaje frunció el ceño. Conocía la palabra. Pero no podía decir lo que significaba exactamente. Shakespeare y los ancianos del pueblo nunca la habían mencionado, y de Linda solamente había recogido vagas indicaciones: la ciencia era algo con lo que se construían helicópteros, algo que os hace reíros de las Danzas del Maíz, algo que os preserva de estar enfermo y de que se os caigan los dientes. Hizo un desesperado esfuerzo para comprender lo que quería decir.

—Sí —proseguía Mustafá Mond—, ése es otro cargo en el coste de la estabilidad. No es solamente el arte lo incompatible con la dicha, sino también la ciencia. La ciencia es peligrosa; hemos de tenerla cuidadosamente encadenada y amordazada.

—¿Cómo? —dijo Helmholtz pasmado—. ¡Pero si siempre estamos diciendo que la ciencia lo es todo! Es un lugar común hipnopédico.

—Tres veces por semana, desde los trece a los diecisiete años, —apoyó Bernard.

— Y toda la propaganda científica que realizamos en la Escuela…

—Sí, pero ¿qué ciencia? —preguntó Mustafá sarcásticamente—. Ustedes no han recibido cultura científica, así que no pueden juzgar. Yo era un físico bastante bueno en mi tiempo. Bastante bueno, lo bastante bueno para comprender que toda nuestra ciencia es ni más ni menos que un libro de cocina, con una ortodoxa teoría del cocinado, que nadie tiene derecho de poner en duda, y una lista de recetas a las que nada se puede añadir, salvo con especial permiso del Cocinero Mayor. Yo soy ahora el Cocinero Mayor. Pero fui también un galopín curiosillo. Me dio también por cocinar ilícito. Un poco de verdadera ciencia en suma.

Calló.

—Y ¿qué pasó? —preguntó Helmholtz Watson.

Suspiró el Inspector.

—Poco más o menos lo que les va a pasar a ustedes, muchachos. Estuve a punto de que me enviaran a una isla.

Tales palabras galvanizaron a Bernard, produciéndole una violenta y extemporánea actividad.

—¿Mandarme a una isla?

Se puso en pie de un bote, cruzó corriendo el cuarto y se detuvo gesticulando ante el Inspector:

—No es posible. No he hecho nada. Fueron los otros. Juro que fueron los otros —y señaló acusadoramente a Helmholtz y el Salvaje—. ¡Oh, se lo ruego, no me mande a Islandia! Le prometo no hacer más que lo que tenga que hacer. Concédame otra oportunidad Concédame otra oportunidad, por favor —comenzaron a afluirle las lágrimas—. Es culpa, nada más que suya —sollozaba—. A Islandia no, Su Fordería; a Islandia, no…

Y en un paroxismo de rastrera abyección, se arrodilló ante el Inspector. Mustafá Mond intentó levantarle, Bernard persistía en su ahinojamiento; su flujo de palabras corría inagotablemente. Al fin el Inspector tuvo que llamar a su cuarto secretario.

—Traigan tres hombres y llévense a míster Marx a un dormitorio. Denle una buena vaporización de soma y déjenlo acostado.

El cuarto secretario volvió con tres lacayos gemelos, uniformados de verde. Se llevaron a Bernard, aún sollozando y chillando.

—Cualquiera diría que le iban a cortar el pescuezo —dijo el Inspector, al cerrarse la puerta—. Si tuviese un poco de sentido, comprendería que su castigo es en realidad un premio. Le mandan a una isla. Es decir, le mandan a un lugar donde hallará la compañía de los hombres y mujeres más interesantes que podrían encontrar en todo el mundo. Cuantas personas que, por una u otra causa, han alcanzado demasiada personalidad para poder adaptarse a la vida en común. Cuantas personas no están conformes con la ortodoxia. Cuantas tienen ideas propias. Cuantas, en una palabra, son alguien. Casi les envidio, míster Watson.

Helmholtz se echó a reír.

—¿Por qué, entonces, no está usted también en una isla?

Porque, a fin de cuentas, prefiero esto —respondió el Inspector. Se me dio a escoger: enviarme a una isla, donde hubiese podido continuar mis estudios de ciencia pura, o entrar en el Consejo de Inspectores, con la perspectiva de llegar con el tiempo a un Inspectorado. Escogí éste y dejé la ciencia.

Tras una breve pausa:

A veces —agregó— me da por añorar la ciencia. La felicidad es un dueño tiránico, sobre todo la felicidad de los demás. Un dueño mucho más tiránico si no se está acondicionado para aceptar incuestionablemente nada, salvo la verdad.

Suspiró, cayó de nuevo en el silencio y continuó luego en un tono más animado:

—En fin, el deber es el deber. No se pueden consultar los propios gustos. Me interesa la verdad, amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza y la ciencia es peligro público. Tan peligrosa cuento fue benéfica. Nos ha dado el más estable equilibrio de la Historia. El de China en comparación, era desesperadamente inseguro; aun los primitivos matriarcas no eran más seguros que nosotros. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir a la ciencia deshacer su propia, excelente obra. Por eso limitamos tan cuidadosamente el campo de sus investigaciones, y por eso estuve a punto de ser mandado a una isla. No le permitimos ocuparse más de que en los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones se evitan constantemente. Es curioso —prosiguió tras una breve pausa— leer lo que se escribía en tiempo de Nuestro Ford acerca del progreso científico. Parecían haber imaginado que proseguiría indefinidamente, sin tener en cuenta ninguna otra cosa. El saber era el más alto bien; la verdad, el valor supremo; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas comenzaban a cambiar por entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por quitar prestigio a la verdad y la belleza y dárselo a confort y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio. La felicidad universal conserva los engranajes funcionando con regularidad; la verdad y la belleza como si fueran los soberanos bienes. Así siguió hasta la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de tono. ¿Con qué se comen la belleza o el saber cuando las bombas de ántrax estallan a vuestro alrededor? Fue entonces cuando, por primera vez, la ciencia comenzó a ser vigilada: tras las Guerra de los Nueve Años. Las gentes estaban dispuestas entonces hasta que se les vigilasen sus apetitos. Cualquier cosa a cambio de vivir tranquilos siempre hemos vigilando desde entonces. Claro es que esto no ha sido muy bueno que digamos para la verdad. Pero sí para la felicidad. Todo tiene su precio. La felicidad había que pagarla. Usted la paga míster Watson, la paga porque le interesa demasiado la belleza. Yo, que me interesaba mucho por la verdad, también la he pagado.

—Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.

Sonrió el Inspector.

Así es como lo he pagado. Escogiendo servir al felicidad. La de los otros, no la mía. Es una suerte —agregó tras una pausa— que haya en el mundo una porción de islas. No sé qué haríamos sin ellas. Les meteríamos a ustedes en la cámara asfixiante, creo. A propósito, míster Watson, ¿le gustaría un clima tropical? ¿O algo más vivificante?

Helmholtz se alzó de su sillón neumático.

—Preferiría un clima malo —respondió—. Me parece que podría escribir mejor si el clima fuera malo. Si hay en abundancia vientos y tempestades, por ejemplo…

El inspector aprobó con un signo de cabeza.

—Me gusta su temple míster Watson. Mucho, en verdad.

Tanto como oficialmente lo desapruebo.

—¿Qué tal las islas Falkland?

—Sí, creo que servirán —respondió Helmholtz—. Y ahora si no le parece mal, iré a ver cómo anda el pobre Bernard.

Comentarios