Un herrero te juzgará con martillos, un carnicero con cuchillos; sin embargo, si es un juez, éste lo hará con leyes. La sorpresa e indignación del juez obcecará sus leyes.
viernes, 24 de marzo de 2017
jueves, 16 de marzo de 2017
El caminante y su sombra - Nietzsche
14
El hombre, comediante
del mundo. —Habría que ser más
astuto de lo que es el hombre para disfrutar a fondo del chiste que supone que
el hombre se considere el fin de todo el universo y de que la humanidad declare
seriamente que sólo se contenta con la perspectiva
de una misión universal. Si el mundo fue
creado por un Dios, ese Dios ha creado al hombre para ser su mono, como una
diversión permanente para esa
eternidad suya tan excesivamente larga. La armonía de
las esferas alrededor de la Tierra sería la
carcajada del resto de las criaturas que rodean al hombre. El dolor le sirve a ese ser inmortal que se
aburre para hacer cosquillas a su animal favorito, para disfrutar con sus actitudes
trágicas y orgullosas, y con las
interpretaciones que da a sus sufrimientos, y sobre todo para la invención intelectual de la más vana de las criaturas, por ser el
inventor. Porque el que inventó al
hombre para reírse de él, tenía más ingenio que él, y también
disfrutaba más de su agudeza. Incluso hoy,
que nuestra vanidad tiene la voluntad de humillarse, nos juega una mala pasada:
nos hace creer que los hombres seríamos,
al menos en lo que a esa vanidad se
refiere, algo incomparablemente milagroso. ¡Nosotros,
únicos en el mundo! ¡Qué cosa
tan inverosímil! Los astrónomos, que con frecuencia ven un
horizonte alejado de la tierra, explican que la gota que representa la vida en el mundo no tiene la menor importancia
ante la totalidad del inmenso océano del
devenir y del perecer, que hay
numerosos astros, de los que nada sabemos, con características similares a la Tierra para generar la vida, aunque
en realidad, sólo son un puñado pequeño en comparación con
el infinito número de planetas en los que
no se dio el primer impulso de la vida o que se han curado de él hace mucho tiempo, que el tiempo
que duró el impulso de la vida en
cada uno de esos astros, comparado con la duración de su
existencia, ha sido un instante, un relámpago
seguido de largos espacios de tiempo, y que, en consecuencia, la vida no es el
objetivo ni el fin último de la existencia del
universo. La hormiga en el bosque quizá también se cree el objetivo y el fin del
bosque, así como nosotros en nuestra
imaginación creemos que la destrucción de la humanidad supone el fin de la
Tierra. Y somos modestos cuando nos detenemos allí y no
imaginamos un ocaso general del mundo y de los dioses para celebrar
solemnemente los funerales del último
mortal. El astrónomo más desprejuiciado sólo
puede imaginar una Tierra sin vida como el sepulcro iluminado y flotante de la humanidad.
23
¿Tienen derecho a castigar los
defensores de la doctrina del libre albedrío?—Quienes, por su profesión, juzgan y castigan, tratan de
determinar en cada caso concreto si el criminal es responsable de su acción, si ha podido servirse de la razón, si ha obrado por motivos, y no
inconscientemente o forzado a ello. Si se le castiga, es por haber preferido
las razones malas a las buenas, que debía
conocer. Cuando falta este conocimiento, según las
ideas imperantes, el hombre no es libre, y, por consiguiente, no es
responsable, a menos que su ignorancia —su
desconocimiento de la ley, por ejemplo— sea
consecuencia de un descuido intencionado, en cuyo caso, al no haber querido
enterarse de cuál era su deber y preferir las
malas razones a las buenas, ha de sufrir ahora las consecuencias de su elección. Por el contrario, si no ha sabido
elegir por imbecilidad o estupidez, no se le puede castigar. Entonces se dice
que no poseía el discernimiento
requerido, que obró como un animal. La negación intencionada de la razón mejor constituye la condición exigida para que un criminal sea
merecedor del castigo. Ahora bien, ¿es
posible que un individuo sea intencionadamente más
irracional de lo que debe ser? ¿Qué le decide a obrar cuando en los
platillos de la balanza figuran motivos buenos y motivos malos? No pueden
obligarle ni el error, ni la ceguera, ni una coacción interna o externa. (Por otro lado, hay que pensar que la
llamada «coacción externa» no es
sino la «coacción interna» del
miedo o del dolor). ¿Qué es, entonces?, cabe preguntar. No
puede ser la razón la causa que le impulse a
obrar, porque ésta no podría decidir en contra de los mejores
motivos. Aquí es donde se recurre al
concepto de «libre albedrío»:
cuando no actúa ningún motivo y el acto se realiza como un milagro, saliendo de
la nada, quien interviene es el puro capricho. Se castiga esta pretendida
discreción en un caso en que no debe
imperar el capricho, considerándose
que la razón que conoce la ley, la
prohibición y el precepto no habría podido dejar elegir y habría actuado como coacción y fuerza superior. Por
consiguiente, se castiga al criminal porque obra sin razón, cuando debería haber
actuado de acuerdo con razones. Ahora bien ¿por qué ha obrado así? Ésta es
precisamente la pregunta que no nos es lícito
hacer: su acción carece de un «por qué», de
un motivo, de un origen: es algo sin objeto ni razón. Sin embargo, de acuerdo con las condiciones de
penalidad expuestas antes, ¡no
debería haber tampoco derecho a
castigar semejante acto! De este modo, no podemos hacer valer esta forma de
penalidad, porque es como si no se hubiese hecho uso de la razón, ya que, en cualquier caso, la
omisión se ha hecho
inintencionadamente y sólo son
punibles las omisiones intencionadas de los principios establecidos. A decir
verdad, el criminal ha preferido las malas razones a las buenas, pero sin
motivo ni intención; no ha utilizado su razón. La hipótesis relativa al criminal que merece ser castigado, según la cual éste ha rechazado su razón
inintencionadamente, queda eliminada si aceptamos el concepto de «libre albedrío». ¡Defensores de la teoría del «libre
albedrío»!, no tenéis
derecho a castigar porque os lo prohíben
vuestros propios principios. Pero tales principios no son más que un conjunto de ideas mitológicas muy singulares y la gallina que
los ha empollado estaba muy lejos de la realidad cuando ponía sus huevos.
24
Para juzgar al criminal y a su juez. —El criminal que conoce toda la concatenación de las circunstancias, a diferencia
de su juez y censor, no considera que su acto esté fuera
del orden y de la comprensión: sin
embargo, su castigo viene determinado por el grado de asombro o extrañeza que se apodera de dichos jueces
ante eso que les resulta tan incomprensible como es el acto del criminal.
Cuando el abogado defensor de un criminal conoce suficientemente el caso y su génesis, las circunstancias atenuantes
que va presentando, una tras otra, terminan borrando necesariamente toda la
falta. O, por decirlo con mayor exactitud, el defensor atenuará, grado a grado, el asombro y la
extrañeza que inducen a condenar y
a infligir el castigo, y acabará eliminándolos totalmente y forzando a todo
el que le escuche con imparcialidad a decirse interiormente: «Ha tenido que obrar como lo ha hecho:
castigarle supondría castigar a la eterna
fatalidad». ¿No se opone a toda equidad medir el grado de castigo por
el grado de conocimiento que se tiene o se puede tener de la historia de un
crimen?
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